Comunicado de prensa
Conferencia inaugural en el Coloquio UNASUR-Instituto Lula
sobre Integración de las Cadenas Productivas en América del Sur
São Paulo (Brasil), 13 de mayo de 2015
Autor: Antonio Prado[1]
Queridos amigos y amigas, en primer lugar quiero agradecer la invitación a la CEPAL por parte de ambas instituciones organizadoras. En esta ocasión, voy a sustituir a Alicia Bárcena, Secretaria Ejecutiva de la CEPAL, que lamenta mucho no poder estar hoy con este grupo tan importante de autoridades y especialistas en integración regional e industria. El Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, convocó a Alicia a unas reuniones con sus senior managers sobre asuntos urgentes de la institución. La CEPAL lleva varios años realizando actividades con el Instituto Lula y ya tuvimos un seminario en Santiago sobre desarrollo e integración en América del Sur, con amplia asistencia de intelectuales latinoamericanos, cuyos resultados se publicarán en forma de libro. Con la autorización del mandato de la Asamblea General de las Naciones Unidas que aprobó el subprograma 14 del programa de trabajo de la CEPAL referente a los organismos regionales de integración, estamos asesorando a la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en varios temas, desde la gobernanza de los recursos naturales hasta los debates sobre una nueva arquitectura financiera regional y la integración regional a través de las cadenas productivas. Ya hemos publicado varios documentos con estadísticas de la región, a petición de la Secretaría General de la UNASUR.
No quiero terminar estas consideraciones iniciales sin saludar al ex-Presidente del Brasil, Luis Inácio Lula da Silva, y al ex-Presidente de Colombia y actual Secretario General de la UNASUR, Ernesto Samper, y felicitarlos por los excelentes discursos que precedieron a mi conferencia y que me liberan de la necesidad de tratar varios temas que ellos ya presentaron brillantemente.
Queridos amigos y amigas, señores Presidentes Lula y Ernesto Samper, mi conferencia tendrá tres partes fundamentales. En la primera, intentaré realizar un balance y un análisis de la situación de América Latina y el Caribe en el último decenio; en la segunda, presentaré los desafíos estructurales para la inserción internacional de América Latina, y en la tercera, ofreceré una breve fundamentación de la importancia de avanzar por el camino de la integración regional. Lo cierto es que esa fundamentación será consecuencia de las dos primeras partes de mi exposición, que en su dimensión política ya fueron tratadas por ambos Presidentes.
Mi primera consideración se refiere a la necesidad de tratar la trayectoria económica y social de la región en el marco de las fluctuaciones de las actividades en las economías capitalistas. Las economías capitalistas fluctúan y pasan por fases de prosperidad, desaceleración, crisis, recuperación y nuevamente prosperidad. Esta dinámica es inherente al sistema económico. Algunos intérpretes del capitalismo, sin embargo, tienen la costumbre de olvidar esa realidad fundamental cada vez que hay una fase de prosperidad más prolongada y comienzan a tratar esa fase como si fuera lo que los economistas llamamos un steady state, es decir, como la superación de la dinámica inestable del sistema, como si el crecimiento fuese a durar para siempre, y, si eso no ocurre, se atribuye a errores de la intervención del Estado en la economía. Repito y reitero que las economías capitalistas son inherentemente inestables y sus actividades fluctúan. Tenemos que insistir en ese punto por razones técnicas y políticas.
En el trigésimo período de sesiones del Comité Plenario de la CEPAL, celebrado recientemente en Nueva York y que reunió como es habitual cada 2 años a nuestros 45 países miembros y 13 miembros asociados, representados por los embajadores de las misiones permanentes ante las Naciones Unidas, planteé esa cuestión, en relación con los debates sobre la agenda para el desarrollo después de 2015 y los objetivos de desarrollo sostenible. La agenda para el desarrollo después de 2015 es universal y constituye un importante marco civilizatorio, pero como todas las iniciativas internacionales de esa envergadura, sufre también críticas respecto a su viabilidad. La relevancia de reconocer las fluctuaciones económicas reside en el hecho de que no se puede avanzar en esa agenda al mismo ritmo en todas las etapas de la economía. Es evidente que se puede avanzar más rápidamente en fases de prosperidad general que en fases de desaceleración o crisis. Lo que suele ocurrir es que, cuando surgen las primeras señales de disminución de los ritmos de avance, aparece alguien que proclama a los cuatro vientos el fracaso de la iniciativa. Por ello, es preciso dejar claro que, en una agenda de largo plazo, lo importante es tener una estrategia para las diversas fases. Hay momentos para avanzar y otros para preservar los avances o resistir contra los retrocesos, pero lo fundamental es no perder el horizonte de largo plazo, la brújula y el rumbo.
Hay una dimensión relacionada con las razones técnicas del reconocimiento de las fluctuaciones económicas. No utilizo aquí el concepto de ciclos, que puede dar la impresión de que existe una regularidad temporal previsible, como si pudiésemos asignar una fecha a las distintas fases. No es posible. Lo que sabemos después de 150 años de estudios es que en la economía se producen fluctuaciones recurrentes, provocadas por diversos tipos de factores, desde ambientales hasta tecnológicos y relativos a las expectativas. Las regularidades temporales son aproximaciones establecidas a posteriori y no se pueden tomar como datos para la implementación de las políticas públicas. No obstante, es posible tomar medidas para estimular la prosperidad y prepararse para acortar las contracciones. Los estudios de la CEPAL (Cambio estructural para la igualdad: una visión integrada del desarrollo, 2012) muestran que existe una tendencia contraria al crecimiento en la región. Las inversiones, que son gastos fundamentales para sostener el crecimiento de la demanda y de la capacidad productiva, caen tres veces más que el producto interno bruto (PIB) en las fases de contracción y apenas suben más que el PIB durante las fases de prosperidad. Esto provoca una disminución estructural del PIB potencial, así como de nuestra capacidad de innovación y de aumentar la productividad.
Es necesario reconocer las fluctuaciones recurrentes y disponer de estrategias diferentes de actuación macroeconómica para las fases de prosperidad y las fases de contracción. No se puede poner en peligro el desarrollo de largo plazo con las políticas de ajuste macroeconómico de corto plazo. En la prosperidad, hay que crear fondos que permitan financiar las inversiones privadas con costos adecuados y que, mediante inversiones en las etapas de contracción, puedan sostener la transformación de los gastos privados en públicos y de la expansión productiva privada en gastos en infraestructuras públicas y la generación de economías externas, así como mantener políticas sociales anticíclicas. Nuestros cálculos econométricos revelan que el crecimiento estructural de largo plazo sufrió una fuerte inflexión en la década perdida de los años ochenta y con los ajustes estructurales del Consenso de Washington en la década de 1990. No sucedió lo mismo en la economía coreana, por ejemplo, que supo proteger su estrategia de desarrollo frente a las presiones contractivas.
Desde ese punto de vista, debemos analizar los años de la llamada bonanza de los productos básicos en la última década con una visión que considere los avances y las brechas estructurales aún no resueltas. No estoy en absoluto de acuerdo con la idea de que haya sido un período perdido para el desarrollo, porque esa idea equivale a arrancar el trigo con la cizaña. En ese período, por primera vez en los últimos cien años, hubo coincidencia entre el crecimiento y la distribución del ingreso. El “casillero vacío”, así denominado por uno de los teóricos cepalinos, Fernando Fajnzylber, comenzó a llenarse —lentamente, es verdad, pero de forma muy significativa—. Todos los índices de concentración de los ingresos, ya se tratara de los que medían la distribución personal o la funcional, presentaron buenos resultados. Existe un debate relevante sobre la calidad de esos índices, pero eso no puede oscurecer el hecho de que tanto el índice de Gini como los de distribución relativa de los ingresos, de los bienes de consumo y de los servicios públicos mejoraron. Este hecho es muy significativo en la historia económica y social de la región.
La reducción de la pobreza fue otro hecho impresionante. La crisis de la deuda externa de los años ochenta había catapultado las tasas de pobreza del 40% en 1980 a casi el 49% en 1990. Se necesitaron 25 años desde esa tragedia social para que el indicador volviera al 40%. Durante la década de 1990, el control de la hiperinflación en varios países de América Latina y el aumento gradual de los gastos sociales, acompañado por la reducción de la tasa de dependencia en los hogares, el conocido bono demográfico, permitieron que se produjera una lenta reducción de la pobreza. Las políticas del Consenso de Washington constituyeron un obstáculo para la aceleración de ese proceso, principalmente por sus efectos sobre las tasas de crecimiento del PIB. Solo a partir de 2005 la pobreza cayó drásticamente, con un crecimiento del PIB más sustancial —el doble que en los períodos anteriores—, un aumento más rápido de los gastos sociales y la continuación de bajos niveles de inflación y del bono demográfico.
Actualmente, señores Presidentes Lula y Ernesto Samper, hay 132 millones de personas en América Latina y el Caribe que están cubiertas por programas de transferencias condicionadas, como Bolsa Família, Oportunidades, Chile Solidario, Bono de Desarrollo Humano y muchos otros, en 20 países[2]. Estos programas son fundamentales para rescatar la vida ciudadana de los olvidados por las políticas públicas. Conviene recordar, sin embargo, que los factores determinantes de la reducción de las tasas de pobreza fueron el dinamismo del mercado de trabajo, que permitió un descenso de la informalidad —aunque hoy siga siendo muy alta—, y el incremento de los salarios reales, impulsado por los aumentos del salario mínimo y por la escasez relativa de mano de obra, provocada a su vez por la fuerte reducción del desempleo. Las tasas de pobreza siguieron reduciéndose gracias a las políticas adoptadas para la protección de los más vulnerables de la sociedad, incluso después de la mayor crisis del capitalismo desde los años treinta, que comenzó en 2007 y nos alcanzó a partir del final de 2008, con la quiebra de Lehmann Brothers en los Estados Unidos.
Una vez establecidos estos puntos, quiero hablar de otros avances ocurridos en los últimos diez años. Es innegable que la modificación de los términos de intercambio a nuestro favor en ese período de bonanza de los precios de los productos básicos dio lugar a saldos comerciales sustanciales y a la generación de superávits en cuenta corriente durante varios años, hasta la crisis financiera internacional. Como suele pasar en estos casos, la abundancia de divisas producida por las transacciones comerciales atrajo más divisas a través de la cuenta de capitales, lo que generó una superabundancia de divisas que resultó fatal para las dimensiones más estructurales de la economía, al provocar la sobrevalorización de las monedas nacionales, un tema que trataré más adelante. En este momento, quiero resaltar que ese flujo de divisas permitió que se redujeran las deudas públicas internas y externas de América Latina, sin incluir el Caribe. El promedio regional del endeudamiento público bruto cayó al 30%. La deuda externa pública se redujo aún más, si bien hubo una tendencia de crecimiento de la deuda externa privada en varios países.
Este flujo de divisas no solo permitió que se redujeran y se pagasen las deudas multilaterales, sino que además propició una gran acumulación de reservas internacionales, que actualmente superan los 800.000 millones de dólares. Esas reservas fueron esenciales para blindar el sistema financiero de la región ante el colapso internacional de los grandes bancos y del sistema de crédito. Si esas reservas no hubieran existido, nuestros países habrían quedado fuertemente dañados por la falta de recursos y por los ataques especulativos —que son típicos de esos momentos— contra las monedas no convertibles y frágiles en la jerarquía del poder económico mundial. Hemos sobrevivido al vendaval inmediato de la crisis e incluso hemos conseguido mantener un mercado de trabajo dinámico, protegiendo los sectores más vulnerables a través de ese dinamismo y de las políticas sociales fortalecidas y defendidas por la democracia.
Esto nos lleva al otro lado de la moneda de la evaluación de los años de bonanza de los productos básicos: su impacto en la estructura económica y las distorsiones provocadas por la entrada de divisas convertibles. La entrada y salida de divisas a través del comercio y de las inversiones directas es menos volátil que a través de las inversiones de cartera en deuda o acciones. En ese período, era inevitable que se produjera alguna sobrevaluación cambiaria, principalmente por el hecho de que los países centrales adoptaron secuencialmente políticas de flexibilización cuantitativa (quantitative easing) y de tasas de interés negativas de corto plazo, en función de la trampa de la liquidez generada por la crisis internacional. Sin embargo, como nuestros mercados son muy pequeños en relación con el grado de liquidez internacional, cualquier desbordamiento especulativo en nuestra dirección tiende a sobrevalorar nuestras monedas y a desestimular la industria manufacturera, por el aumento de importaciones de insumos y productos acabados, a la vez que suele proporcionar un estímulo excesivo al sector de los servicios y a sus precios, ya que hay un aumento de la demanda, pero, como los servicios no son transables, no sufren competencia por importación. De esta forma, la ausencia de políticas de administración del tipo de cambio y de los flujos de capitales acostumbra a provocar efectos estructurales duraderos y a permitir flujos coyunturales abruptos que convierten en vulnerables las economías nacionales.
Ese período también plantea, sin embargo, otros temas estructurales más profundos relacionados con las tres debilidades inherentes a las economías en desarrollo, a saber, la vulnerabilidad externa, la heterogeneidad estructural y la debilidad institucional. Además del tema de la productividad, que define las brechas internas de nuestras economías y las enormes diferencias entre los diversos sectores económicos y dentro de cada uno de ellos, así como las brechas externas en relación con las economías más desarrolladas —brechas que siguieron creciendo en este período—, hay otro indicador típicamente cepalino que yo prefiero: la elasticidad-ingreso (del resto del mundo) de las exportaciones en relación con la elasticidad-ingreso (nacional) de las importaciones. Prefiero estos indicadores porque la productividad puede crecer en los sectores ya existentes, sin cambio estructural. Sin embargo, las elasticidades mencionadas solo se modifican con cambios en la estructura productiva y en su composición. Eso nos diferencia de la visión de los economistas neoclásicos, que tratan los problemas de la productividad como fallos del mercado, como si existiese un mercado perfecto de referencia.
La proporción entre esas elasticidades en la República de Corea es actualmente de dos veces a favor de la elasticidad-ingreso de las exportaciones, lo que significa que cuando los ingresos mundiales crecen, las exportaciones coreanas crecen sustancialmente y cuando sus ingresos internos crecen, ese país tiene la capacidad de abastecer su propia demanda interna con la producción nacional. Nuestra región todavía está en una situación en la que no se aprovecha por completo el crecimiento de la demanda mundial, ya que depende de los precios volátiles de los productos básicos y suele importar mucho en los períodos de crecimiento de la demanda interna. Es decir, los ingresos se dirigen hacia el exterior y eso tiende a provocar déficits comerciales y la reducción del potencial de creación de empleo de calidad. Durante un tiempo, esos déficits pueden cubrirse en parte con inversión extranjera directa, flujos especulativos o préstamos externos, pero son la semilla de la crisis de la balanza de pagos y de sus efectos nocivos sobre la economía y el empleo. Es el denominado dominio de la balanza de pagos, que condiciona la economía nacional.
El cambio estructural es indispensable para diversificar las economías de la región y reducir su exposición a los riesgos de la exportación de una limitada gama de productos por parte de unas pocas empresas, que es lo que caracteriza básicamente a nuestro comercio exterior. En estos años de bonanza se produjo una especie de “efecto candado” estructural, dado que con la sobrevaluación de los tipos de cambio y el aumento de la rentabilidad de los sectores exportadores de bienes básicos, las inversiones se incrementaron en estas ramas de actividad y cayeron en las manufacturas. Así, en nuestras exportaciones volvieron a predominar los productos básicos y las manufacturas de baja tecnología intensivas en materias primas (un 60% del total), después de que esa pauta se hubiera modificado en la década de 1970. Las alzas de precios y la ampliación de la capacidad productiva fortalecieron los sectores de los bienes básicos y debilitaron los industriales.
Esos son básicamente los aspectos en que conseguimos avanzar y los que no supimos o pudimos cubrir con los recursos generados en ese período tan especial. Hoy, ese patrón de desarrollo se encuentra en una encrucijada. El largo ciclo de altos precios de los productos básicos llegó a su fin y tenemos cada vez más dificultades para continuar con el proceso distributivo y de reducción de la pobreza. Hace ya tres años que las tasas de pobreza —que habían estado disminuyendo rápidamente desde 2005— se mantienen estancadas y, además, se observa una tendencia ascendente de la pobreza extrema. Dieciséis países de la región están llevando a cabo reformas tributarias y fiscales con el fin de ganar espacio de maniobra para financiar sus economías. Pero mientras no se recupere la economía mundial y persista la desaceleración del crecimiento del PIB regional que se inició en 2011, resultará mucho más difícil mantener la trayectoria de reducción de la desigualdad y la pobreza.
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Nuestros desafíos van aún más lejos. No pudimos avanzar en muchos frentes porque hasta hace poco tiempo había políticas vetadas en la región. El Consenso de Washington y la hegemonía del pensamiento neoliberal no permitían que se hablase de Estado intervencionista ni de políticas industriales y de ciencia y tecnología. Una tremenda equivocación, pues los países centrales nunca dejaron de hacerlo y hoy existe una política de reshoring, de reinternalización de la capacidad manufacturera. Un rápido repaso a los informes de la Agencia de Investigación de Proyectos Avanzados de Defensa de los Estados Unidos (DARPA), que creó Internet, entre otras cosas, permite ver que están llevando a cabo una colosal agenda de investigaciones, todas ellas disruptivas, transformadoras. Facebook, por ejemplo, no es una actividad de incertidumbre fundamental, ya que aprovecha todo un desarrollo tecnológico anterior —que incluye código abierto de Internet e infraestructura “pesada” de telecomunicaciones de la Red— para crecer. Factura miles de millones de dólares en todo el mundo y en la región y, sin embargo, no deja casi nada en impuestos ni en empleos: se calcula que solo ha generado 600 puestos de trabajo para toda América Latina y el Caribe. Nada.
También en los Estados Unidos el Instituto Nacional de Salud (NIH) realiza y financia investigaciones básicas en el área de salud, que solo posteriormente siguen los grandes laboratorios. Lo mismo ocurre con la Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio (NASA) y el Departamento de Energía, entre otros tantos organismos públicos del país. Es lo que la especialista Mariana Mazzucato denomina “Estado emprendedor”, que asume directamente la tarea de desarrollar la ciencia y las tecnologías disruptivas, las innovaciones fundamentales, que rompen paradigmas. Para ello se requiere audacia y visión de futuro, algo de lo que carecen los formuladores neoliberales, que tienen una visión mecánica del mercado capitalista, como si este fuera una creación espontánea y no el resultado de acciones directas del Estado, como dejó claro Karl Polanyi en La gran transformación. Los “Chicago boys” no entienden de desarrollo, y menos aún sus alumnos latinoamericanos.
Tenemos que repensar nuestro lugar en el mundo. América Latina y el Caribe figura a menudo en libros blancos de estrategias internacionales de países como los Estados Unidos y China, y de regiones como la Unión Europea, aunque en apartados secundarios en los análisis. Quizá eso se deba a que la propia América Latina y el Caribe no tenga una visión de su inserción internacional como región. Somos objeto de políticas, sin ser sujetos colectivos de una política propia. Perdonen mi atrevimiento, queridos Presidentes Lula y Ernesto Samper, pero creo que la CEPAL debería ofrecer a la región esa visión. Claro que con la debida prudencia, consultando a autoridades y especialistas en política internacional, presentando a revisión un texto básico para la discusión. En cierto modo, es lo que haremos en los primeros capítulos de nuestro documento del trigésimo sexto período de sesiones, que se celebrará en 2016 en México.
Como decía Raúl Prebisch, y lo cito libremente, hay que observar antes de pensar. Él sabía en los años treinta y cuarenta que la región se concebía según los cánones ideados en las universidades inglesas, europeas y norteamericanas. Traducían los modelos deductivos del pensamiento ricardiano y neoclásico a la realidad regional y, claro, perdían de vista lo esencial, que era el fenómeno del subdesarrollo, muy particular y no susceptible de ser traducido con los conceptos clásicos y neoclásicos. Logramos un avance al crear una teoría del (sub)desarrollo latinoamericano, pero una gran parte de ese esfuerzo se perdió por la ofensiva del neoliberalismo a partir de mediados de los años setenta. Volvieron a entrar en escena los formuladores de política que interpretan la región aplicando ciegamente paradigmas foráneos. Es una regresión en el pensamiento económico y en la política pública. Una recolonización de mentalidades.
Porque si la primera mitad del siglo XX nos obligó a pensar, debido a los “cambios tectónicos” que se produjeron en esa época —como el colapso del orden liberal, la segunda revolución industrial, la ascensión del capitalismo tardío de Alemania, los Estados Unidos y Francia, la crisis de los años treinta, las dos guerras imperialistas o la emergencia de la hegemonía estadounidense y del dólar—, hoy, las fuerzas “telúricas” no son menores y ciertamente están redefiniendo el mundo en que vivimos. Se están produciendo transformaciones tecnológicas, en la geopolítica comercial, en la hegemonía unipolar de la posguerra fría, en el medio ambiente. ¿Quién iba a decir hace treinta años que dos países coloniales, China y la India, se transformarían en gigantes económicos, y que el Brasil sería la séptima economía del mundo, solo un poco por detrás del Reino Unido, la potencia hegemónica de los siglos XVIII, XIX y buena parte del XX? Los “países ballena”, considerados como inviables en los debates de hace más de 40 años, se presentan hoy como protagonistas a escala regional y mundial. China es un claro ganador en la carrera hacia el desarrollo y, pese a tener aún un largo camino por recorrer en la construcción del bienestar de su inmensa población, ya ha conseguido sacar a cientos de millones de personas de la pobreza.
Existe un claro movimiento a nivel internacional para reposicionarse en la geopolítica comercial. Los denominados megaacuerdos de comercio son la evidencia de ese juego de gigantes. Hay por lo menos cuatro procesos relevantes. El Acuerdo Transatlántico sobre Comercio e Inversión entre los Estados Unidos y la Unión Europea; el Acuerdo de Asociación Transpacífico (TPP), en el que participan 12 países de América Latina, América del Norte, Asia y Oceanía; la Asociación Económica Integral Regional, entre 10 países de la Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN), Australia, China, la India, el Japón, Nueva Zelandia y la República de Corea, y el acuerdo entre la Unión Europea y el Japón. Se han establecido tres centros regionales, que gravitan en torno a los Estados Unidos, a Europa y a China, respectivamente. La fundación de la Unión Europea se produjo en una época en que China no era un actor global y a Europa le preocupaba verse anulada por los intereses de los Estados Unidos y por lo que Giscard d’Estaing denominó “el privilegio exorbitante del dólar”. Hoy el comercio intrarregional de la Unión Europea supera el 60% y se realiza principalmente en su moneda común, el euro. El comercio intrarregional de los países del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) es de más del 40%, considerando que el comercio del Canadá y de México depende en más del 80% de los intercambios de estos dos países con los Estados Unidos, que se realizan en dólares. El comercio entre los países del grupo ASEAN+5 sobrepasa también el 40%, con una hegemonía creciente del yuan, la moneda de China. América Latina y el Caribe sigue con una proporción del 19% del comercio intrarregional, que se realiza en dólares. Frente al rápido desarrollo de los acontecimientos, nosotros aún estamos debatiendo sobre nuestras dificultades.
A quienes creen que podemos hacer frente a esos bloques comerciales y monetarios con acuerdos bilaterales o tratados de libre comercio, quiero recordarles un episodio que se produjo al regreso de Raúl Prebisch de unas negociaciones entre la Argentina y el Reino Unido y que Dosman recogió en su libro sobre los precios de la carne durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando llegó de Londres, Prebisch afirmó que las negociaciones comerciales eran, sobre todo, intensivas en poder. Esa es la razón fundamental desde el punto de vista de la economía política para la defensa de la integración regional de América Latina y el Caribe, más allá de las razones relacionadas con la economía de escala y el mercado. Los Estados Unidos, estimados amigos, no respetan a los negociadores débiles, como tampoco lo hace ningún otro país. Por supuesto, agradecen a quienes están dispuestos a ceder en los intereses nacionales y regionales, pero no respetan la debilidad, porque es una nación constituida sobre los pilares de sus propios intereses capitalistas. La integración regional de América Latina y el Caribe no es una opción, es un imperativo, es obligatoria en este escenario de enormes transformaciones en la geopolítica comercial y financiera.
China entendió perfectamente el sentido del TPP y busca aliados estratégicos en el mundo, principalmente en nuestra región y en África, después de consolidarse en su propio continente. Nos dice Fernando Sarti que el comercio de China es deficitario en el ámbito intrarregional y mantiene un superávit con el resto del mundo, con la excepción de un número reducido de países, como el Brasil. Eso significa que las cadenas productivas de China dinamizan a sus vecinos, lo que otorga a este país un liderazgo económico benigno y natural.
Otra gran transformación en curso es la cuarta revolución industrial. Nuestra región aún se pregunta si debería tener una estrategia para la tercera revolución industrial, que nos ha acompañado en los últimos 30 años. Bien, las semillas de la cuarta generación ya están maduras. La promesa de la inteligencia artificial es cada vez más una realidad. No solo por el desarrollo de algoritmos evolutivos y de sistemas como Watson, de IBM, sino también por los avances relacionados con los chips de arquitectura neural y la computación cuántica. Un grupo de investigadores descubrió recientemente con ayuda del sistema Watson una nueva proteína para combatir algunos tipos de cáncer. La supercomputadora revisó más 100.000 estudios sobre el tema y descubrió la proteína, hallazgo que fue confirmado posteriormente por los científicos. Fíjense, un software y una supercomputadora hicieron el descubrimiento. En lugar de jugar al ajedrez o de resolver acertijos, Watson hace ciencia. Ningún grupo de científicos sería capaz de revisar una literatura tan extensa para llegar a esa conclusión. Hoy, esos sistemas hacen traducciones simultáneas, responden a preguntas en celulares, sustituyen a médicos, abogados, contables, policías, economistas, corredores de bolsa, profesores o asistentes en línea. Y eso es solo el comienzo.
Las transformaciones demográficas, la caída de la natalidad y el envejecimiento de la población son otros motivos para el desarrollo de la robótica inteligente. Los robots salen de las fábricas, de las secciones de pintura, soldadura y montaje hacia hospitales, asilos, casas y empresas de servicios. Pasan a ser asistentes personales, cuidadores, acompañantes, profesores, mensajeros, distribuidores de medicinas en los hospitales, auxiliares de enfermería, entrenadores personales, auxiliares de astronautas, motoristas y ayudantes de cocina. En pocos años serán algo más que aspiradoras en las casas: serán compañía, amigo, colega, tutor o auto. Las repercusiones sobre el empleo y la competencia pueden ser enormes.
La manufactura también pasa por otra gran revolución, no solo de bienes y procesos, sino también de insumos. Llegará al mercado una nueva generación de productos inteligentes, que podrán conectarse a través de Internet con otros objetos, comunicarse con estos y ser controlados a distancia desde teléfonos celulares de última generación, relojes de pulsera y prendas inteligentes. Estarán fabricados con nuevos materiales basados en nano- y biotecnología. La energía alternativa —solar, fotovoltaica, eólica— está a punto de superar una gran barrera con las baterías desarrolladas por Tesla para viviendas y con los grandes acumuladores de energía que ya están en fase de pruebas en centros de investigación. Eso puede abaratar la energía para la producción manufacturera e industrial en general. Pero lo más espectacular tiene que ver con la manufactura aditiva basada en las impresoras en 3D. Por ejemplo, ya se imprimen carrocerías de automóviles. Además, General Electric prevé imprimir en un plazo de 15 años turbinas de avión completas y actualmente ya imprime en sus fábricas algunas piezas. Una empresa china está imprimiendo casas de bajo costo y alta calidad con la misma técnica. En algunos centros de investigación médica ya se implantan vejigas humanas cultivadas en soportes orgánicos artificiales impresos en máquinas 3D, lo que se podría aplicar a otros órganos, como orejas, riñones, corazones, huesos y piel. Es el principio de la manufactura distribuida de pequeños objetos. Las cadenas productivas tenderán a reducirse en las próximas décadas. Será otro período de verticalización de la producción de alta tecnología y de la distribución de la de tecnología más simple.
Quiero también tratar el tema de nuestra supuesta ventaja comparativa estática en bienes primarios y en la agroindustria. El precio de los productos básicos se define en el mercado internacional y no depende de los costos directos, sino de la demanda, de los procesos de comercialización y de los mercados de futuros. Una producción primaria basada en alta tecnología, con monitoreo a distancia, control de huertos por radio y por drones, irrigación controlada por algoritmos de goteo y semillas desarrolladas mediante biotecnología no altera la naturaleza del producto. Una banana obtenida con alta tecnología sigue siendo una banana, pero puede durar más y tener mejor apariencia, e incluso llegar a ser más sabrosa. Sin embargo, su precio depende de las fuerzas del mercado y sus disputas. Eso no cambia el hecho de que se trate de un producto de baja elasticidad-ingreso y que sufre intensas fluctuaciones de precios. No participa en mercados dinámicos y no es rival en la competencia por la demanda general de los consumidores frente a los productos más sofisticados. La necesidad de bananas es limitada, mientras que el único límite que tiene la necesidad de bienes de consumo duraderos y de bienes de capital está en la imaginación del productor. Los países que solo producen materias primas, aun con las tecnologías más avanzadas, siempre se encontrarán en una situación de inserción internacional más vulnerable.
Pero nuestro pequeño drama no termina ahí. La competencia capitalista seguirá intentando reducir los costos de su producción, lo que incluye los insumos, para preservar sus márgenes de beneficio en los productos finales, que también son objeto de presiones del mercado. Esa situación ya se produjo con varios insumos, como el salitre de Chile, el caucho amazónico, el cuero, la seda, el algodón, el carbón y el papel, entre otros muchos. No solo con innovaciones de productos, sino con innovaciones de mercados. África, que felizmente empieza a desarrollarse a buen ritmo, será una gran competidora de América del Sur en las próximas décadas. Nosotros tenemos agua, minerales, petróleo y biodiversidad; ellos también. Nosotros podemos ser el granero del mundo; ellos también. Todo lo que es sólido se desvanece.
La Secretaria Ejecutiva de la CEPAL siempre nos recuerda que vivimos no ya una época de cambios, sino un cambio de época. Eso implica una transformación de estructuras, nuevos paradigmas técnico-científicos disruptivos y cambios que ocurren dentro de estructuras y que modifican las propias estructuras. Y todo eso está ocurriendo en el tiempo en que vivimos. No creo que nuestra región pueda enfrentar ese futuro y salir de su condición de emergente ni del grupo de países de renta media por acciones nacionales aisladas. Lo más probable es que esa fragmentación nos lleve al mismo lugar de siempre, la periferia del sistema internacional. Incluso actores internacionales mucho mejor posicionados que cada uno de los países de nuestra región buscan alianzas internacionales para mantener o avanzar en sus posiciones en la división internacional del trabajo y del poder. América Latina y el Caribe no debe temer la integración, sino verla como una estrategia necesaria. Creo que no es necesario insistir en la dimensión y las dificultades políticas de ese trabajo por la integración, que ya abordaron ampliamente los ex-Presidentes Luis Inácio Lula da Silva del Brasil y Ernesto Samper de Colombia.
Quiero agradecer su atención y dar nuevamente las gracias por la invitación del Instituto Lula y la UNASUR a la CEPAL, así como reiterar en nombre de nuestra Secretaria Ejecutiva nuestra disposición a seguir apoyando ambas instituciones.
[1] Economista y Secretario Ejecutivo Adjunto de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
[2] El número total de beneficiarios es de 132.614.216, que representan el 21,5% de la población de la región, en 20 países: Argentina, Belice, Bolivia (Estado Plurinacional de), Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Jamaica, México, Panamá, Paraguay, Perú, República Dominicana, Trinidad y Tabago y Uruguay. Los recursos suman un monto total de 23.000 millones de dólares, equivalente al 0,39% del PIB regional (promedio ponderado).