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Con la crisis internacional, los gobiernos de la región tenían la posibilidad de adoptar las recetas recomendadas por el neoliberalismo o seguir un camino que no transfiriera sus costos a los segmentos más vulnerables. Correctamente, escogieron seguir medidas contracíclicas de corte keynesiano y mantener a las economías creciendo.
En estas primeras décadas del siglo XXI, América Latina parece estar apuntando hacia un camino que reconoce que su historia de exclusión sistemática socava el tejido social y mantiene a la democracia incompleta de forma permanente.
Las investigaciones cualitativas revelan que la población siente que la injusticia social continúa corriendo por las venas de nuestros países. Existe un reconocimiento de que la cultura del privilegio todavía gana, a pesar de la lucha por construir una cultura de igualdad.
Las políticas en favor de la igualdad molestan a aquellos que construyeron sus montañas patrimoniales a la sombra de los beneficios públicos y a los que constituyeron su identidad social en relación con una disonancia cognitiva que niega que la miseria de los demás sea moralmente inaceptable en sociedades civilizadas.
La miseria es considerada por ellos como una tirada de dados o una selección de individuos indolentes, nunca el resultado de problemas estructurales profundos y del abandono de las políticas sociales.
Los rentistas que reciben miles de millones del tesoro sin trabajar son objeto de una censura más blanda que aquellos que viven en la extrema pobreza recibiendo a través de las políticas sociales una decena de veces menos de los recursos del presupuesto público. Eso si es que los rentistas son siquiera censurados.
Este es el desafío que vive toda la región: cómo profundizar lo que se construyó hasta ahora en beneficio de los millones de latinoamericanos que aún permanecen en la pobreza. En 2013, 27,9 % de los casi 600 millones de habitantes de esta rica región vivían en situación de pobreza. Los 70 millones de personas que la superaron en los últimos años, permanecen en un umbral de vulnerabilidad, con el riesgo de regresar a esta condición si las políticas de inclusión social son desmanteladas por los fanáticos del libre mercado.
Pasamos por una difícil prueba con la crisis subprime estadounidense que se inició en 2007 y estalló en 2008 con el colapso en serie de grandes instituciones después de la quiebra del banco de inversiones Lehman Brothers.
La región que venía creciendo con promedios dos veces superiores a los de la década perdida de 1980, y de la media década perdida que se registró en el último lustro de los años 90, se vio amenazada por la mayor onda depresiva que se extendió por el mundo desde los años 30.
Los gobiernos tenían la posibilidad de adoptar las recetas recomendadas por el neoliberalismo, tanto el de los años 80 como el del Consenso de Washington de los años 90, o seguir un camino que no transfiriera los costos de la crisis internacional a los segmentos más vulnerables de los países: trabajadores, jubilados, pensionados e indigentes.
Correctamente, los gobiernos escogieron seguir medidas contracíclicas de corte keynesiano y mantener las economías creciendo.
Fue una decisión extraordinaria, pues permitió una recuperación rápida después de la recesión de 2009. Impidió el crecimiento de la pobreza y de la miseria, y recuperó rápidamente el nivel de empleos.
Se decidió estimular la economía a través de diferentes medios, desde los monetarios crediticios hasta los fiscales, a diferencia de los ajustes estructurales impuestos por el neoliberalismo (hegemónicos en las décadas anteriores), que incluían alzas en las tasas de interés y fuerte reducción de los gastos públicos -principalmente sociales y de inversión- que resultaban en aumentos del desempleo y la pobreza.
No se trata de algo trivial, pues los ajustes hechos en los años 80 afectaron las tasas de pobreza con tal fuerza que solamente en 2005, 25 años después, se logró volver a los mismos niveles de entonces.
El esfuerzo por mantener la crisis internacional lejos de nuestros mercados de trabajo y de la población más pobre rindió frutos significativos.
Mientras la generación de empleos cayó en los países desarrollados (Estados Unidos y la Unión Europea) y las tasas de desempleo, principalmente de los jóvenes, se elevaron, en América Latina continuaron creándose puestos de trabajo y la tasa de desempleo cayó a 6,4%, valor menor a los dos años anteriores a la crisis financiera.
La pobreza, que alcanzaba a 33,5 % en 2008, llegó a 28,2% en 2012, después de pasar por 43,9% en 2002.
Brasil fue uno de los líderes en este proceso de reducción de la pobreza. De hecho, mientras la pobreza cayó de 37,8% en 2012 a 18,6 % en 2012 (una reducción superior a 50%), en América Latina y el Caribe en su conjunto la reducción fue cercana a 36%.
Es importante señalar que la reducción de la desigualdad muestra en este período una curva de descenso más discreta, explicada por la gran heterogeneidad estructural presente en Brasil y en toda la región, que solo será superada por cambios estructurales profundos en la estructura productiva y por políticas públicas adecuadas y duraderas.
Nota: Los datos de pobreza y distribución fueron producidos por la CEPAL y no son iguales a los datos oficiales de los países.