El trabajo de cuidado comprende actividades destinadas al bienestar cotidiano de las personas, en diversos planos: material, económico, moral y emocional. De esta forma, incluye desde la provisión de bienes esenciales para la vida, como la alimentación, el abrigo, la limpieza, la salud y el acompañamiento, hasta el apoyo y la transmisión de conocimientos, valores sociales y prácticas mediante procesos relacionados con la crianza.
El término caracteriza relaciones entre personas cuidadoras y personas receptoras de cuidado en situación de dependencia: niños y niñas, personas con discapacidad o enfermedades crónicas, y personas adultas mayores. No obstante, todos los seres humanos potencialmente son sujetos de cuidado a lo largo del ciclo de vida: de allí que pueden también recibirlo personas que sin ser dependientes, no pueden total o parcialmente cubrir por sí mismos sus necesidades de cuidados; o bien que, en el marco de la desigual división del trabajo prevaleciente en razón del sistema sexo-género, pueda tratarse de personas activas y que cuentan con recursos, pero que asumen que otros deben ser los encargados de cuidarlos.
Las dinámicas de cuidado se desarrollan también bajo una gama de relaciones diversas, que incluyen los vínculos de parentesco, de amistad, comunitarios o laborales: por ello coexisten diferentes escenarios de cuidado, con diversa participación de actores como la familia, la comunidad, entidades públicas y entidades privadas.
Debido a las desigualdades sexo-género de la división social del trabajo y a segmentaciones en el mercado de trabajo, son mayoritariamente las mujeres quienes proveen cuidados, sea de forma no remunerada en los hogares o remunerada en el ámbito laboral. El “mandato cultural” de que las mujeres se ocupen de estas labores generalmente de forma no remunerada, y la miopía respecto de la responsabilidad de la sociedad en esta materia, crean una constelación muy negativa, que erige severas barreras para que las mujeres puedan participar en igualdad de condiciones en el mercado laboral, refuerza las desigualdades y segmentaciones del sistema sexo-género a escala social, y potencia las desigualdades de las prestaciones de cuidado en razón de las contrastantes condiciones socioeconómicas.
En este marco, en América Latina el cuidado se desarrolla en condiciones de alta desigualdad, y es una esfera en la que se reproduce y amplifica la desigualdad socioeconómica y de género. Esta se expresa en las condiciones en las que se cuida, incluyendo el acceso a protección social, reconocimiento y remuneración adecuada de los empleados del sector cuidado, así como en el acceso a mecanismos y servicios de cuidado en suficiencia y calidad, entre otras dimensiones.
El trabajo de cuidado comprende actividades destinadas al bienestar cotidiano de las personas, en diversos planos: material, económico, moral y emocional. De esta forma, incluye desde la provisión de bienes esenciales para la vida, como la alimentación, el abrigo, la limpieza, la salud y el acompañamiento, hasta el apoyo y la transmisión de conocimientos, valores sociales y prácticas mediante procesos relacionados con la crianza.
El término caracteriza relaciones entre personas cuidadoras y personas receptoras de cuidado en situación de dependencia: niños y niñas, personas con discapacidad o enfermedades crónicas, y personas adultas mayores. No obstante, todos los seres humanos potencialmente son sujetos de cuidado a lo largo del ciclo de vida: de allí que pueden también recibirlo personas que sin ser dependientes, no pueden total o parcialmente cubrir por sí mismos sus necesidades de cuidados; o bien que, en el marco de la desigual división del trabajo prevaleciente en razón del sistema sexo-género, pueda tratarse de personas activas y que cuentan con recursos, pero que asumen que otros deben ser los encargados de cuidarlos.
Las dinámicas de cuidado se desarrollan también bajo una gama de relaciones diversas, que incluyen los vínculos de parentesco, de amistad, comunitarios o laborales: por ello coexisten diferentes escenarios de cuidado, con diversa participación de actores como la familia, la comunidad, entidades públicas y entidades privadas.
Debido a las desigualdades sexo-género de la división social del trabajo y a segmentaciones en el mercado de trabajo, son mayoritariamente las mujeres quienes proveen cuidados, sea de forma no remunerada en los hogares o remunerada en el ámbito laboral. El “mandato cultural” de que las mujeres se ocupen de estas labores generalmente de forma no remunerada, y la miopía respecto de la responsabilidad de la sociedad en esta materia, crean una constelación muy negativa, que erige severas barreras para que las mujeres puedan participar en igualdad de condiciones en el mercado laboral, refuerza las desigualdades y segmentaciones del sistema sexo-género a escala social, y potencia las desigualdades de las prestaciones de cuidado en razón de las contrastantes condiciones socioeconómicas.
En este marco, en América Latina el cuidado se desarrolla en condiciones de alta desigualdad, y es una esfera en la que se reproduce y amplifica la desigualdad socioeconómica y de género. Ésta se expresa en las condiciones en las que se cuida, incluyendo el acceso a protección social, reconocimiento y remuneración adecuada de los empleados del sector cuidado, así como en el acceso a mecanismos y servicios de cuidado en suficiencia y calidad, entre otras dimensiones.
En un contexto marcado por profundos cambios culturales y demográficos, que incluyen la incorporación de las mujeres al trabajo remunerado, cambios de las estructuras familiares, los tradicionales arreglos de cuidado se resienten y agotan. Ello en circunstancias en que el envejecimiento progresivo de la población requiere complejas y mayores necesidades de cuidado, y en que se amplía la noción del cuidado como un derecho a ser demandado. Esta constelación configura la denominada crisis del cuidado, momento histórico en que la necesidad de respuestas públicas en esta materia se ha vuelto urgente.
Pese a su relevancia, la traducción del cuidado en políticas y su implementación ha sido relativamente escasa y lenta en la región. Sus riesgos asociados permanecen anclados en las familias, y se ha tendido a desconocer la relevancia del cuidado como parte sustancial de los sistemas de protección social.
De allí que la División de Desarrollo Social, mediante el desarrollo de investigación y de asesoría técnica, busca posicionar al cuidado como un pilar de la protección social y las políticas públicas. Se postula que la perspectiva de derechos debe abarcar tanto la condición de los sujetos de cuidado como de las personas cuidadoras; por otra parte, el derecho a cuidar, a ser cuidado y autocuidarse es indispensable para ejercer otros derechos humanos. En el caso de la infancia temprana, debe buscarse dar un salto en el desarrollo de las destrezas y capacidades infantiles mediante intervenciones tempranas que son críticas para el desarrollo cognitivo, y que pueden disminuir las desigualdades sociales. En el caso de las personas adultas mayores vulnerables y dependientes y de las personas con discapacidad, el cuidado debe promover su actividad y autonomía y actuar contra su aislamiento social. En el caso de las personas cuidadoras, la organización social del cuidado vela por ampliar sus opciones vitales.
Las políticas de cuidado deben formularse en estricto apego a un enfoque de derechos y a los principios de igualdad, universalidad y solidaridad y requieren abordar cuestiones normativas, económicas y sociales vinculadas con la organización social del trabajo de cuidado, que considere aspectos asociados con los servicios, el tiempo y los recursos para cuidar, en condiciones de igualdad y solidaridad intergeneracional y de género. De allí que las políticas deban contar con estándares de pertinencia y calidad, y con un adecuado financiamiento.
Pese a su relevancia, la traducción del cuidado en políticas y su implementación ha sido relativamente escasa y lenta en la región. Sus riesgos asociados permanecen anclados en las familias, y se ha tendido a desconocer la relevancia del cuidado como parte sustancial de los sistemas de protección social.
De allí que la División de Desarrollo social, mediante el desarrollo de investigación y de asesoría técnica, busca posicionar al cuidado como un pilar de la protección social y las políticas públicas. Se postula que la perspectiva de derechos debe abarcar tanto la condición de los sujetos de cuidado como de las personas cuidadoras; por otra parte, el derecho a cuidar, a ser cuidado y autocuidarse es indispensable para ejercer otros derechos humanos. En el caso de la infancia temprana, debe buscarse dar un salto en el desarrollo de las destrezas y capacidades infantiles mediante intervenciones tempranas que son críticas para el desarrollo cognitivo, y que pueden disminuir las desigualdades sociales. En el caso de las personas adultas mayores vulnerables y dependientes y de las personas con discapacidad, el cuidado debe promover su actividad y autonomía y actuar contra su aislamiento social. En el caso de las personas cuidadoras, la organización social del cuidado vela por ampliar sus opciones vitales.
Las políticas de cuidado deben formularse en estricto apego a un enfoque de derechos y a los principios de igualdad, universalidad y solidaridad, y requieren abordar cuestiones normativas, económicas y sociales vinculadas con la organización social del trabajo de cuidado, que considere aspectos asociados con los servicios, el tiempo y los recursos para cuidar, en condiciones de igualdad y solidaridad intergeneracional y de género. Por ello, las políticas deben contar con estándares de pertinencia y calidad, y con un adecuado financiamiento.