Al momento de escribir este artículo, el Perú está siendo afectado por un desastre natural de magnitud sin precedentes. “El Niño Costero” ha traído consigo lluvias, huaicos e inundaciones que, a la fecha, son responsables de 90 fallecidos, cerca de 20 desaparecidos y más de 120,000 damnificados directos, en tanto se estima que el número de afectados alcanza las 800,000 personas. Con más de 160,000 viviendas afectadas y cerca de 1,400 colegios dañados, el costo humano y económico de este fenómeno es altísimo. De hecho, a la fecha, las pérdidas económicas ascenderían a más de 3.000 millones de dólares o el equivalente a 1,6% del PIB y, por si eso fuera poco, el Niño Costero tendría un impacto negativo en el crecimiento de la economía del Perú.
Este fenómeno encuentra al Perú con estructuras institucionales y una legislación para la gestión del riesgo de desastres centradas en la prevención material y en el rescate y el auxilio, o la asistencia humanitaria, inmediatos. Sin embargo, existe un espacio para mejorar y ello es evidente en lo que se refiere a la respuesta al desastre desde la política social.
En efecto, cuando el país enfrenta el reto de la reconstrucción, resulta urgente vincular la respuesta a las emergencias con los mecanismos existentes de protección social. Es tarea del Estado emprender una reconstrucción que atienda no sólo la infraestructura, sino que enfoque su atención en la vida de las personas afectadas y, particularmente, en los niños. Hoy los niños están sobrerrepresentados entre la población pobre: mientras que el promedio de la pobreza es de 21,7%, entre los niños y adolescentes de 0 a 17 años llega a 30,7%. Frente a un desastre, y a la luz del daño en infraestructura, días perdidos de clases o su propia condición física y psicológica, los niños y las niñas pueden verse afectados en su integridad física, en su bienestar psicológico y en sus logros educativos. Es importante que la reconstrucción considere los espacios donde transcurre la vida del niño: la familia, la comunidad y la escuela. De no hacerlo, el país arriesga los importantes logros sociales de los últimos años.
A los más vulnerables se les dificulta más la capacidad de adaptación y la respuesta ante un desastre. Estas familias y sus niños enfrentan riesgos que, de no ser atendidos, van más allá del desastre mismo: pérdida de medios de vida, afectación de la salud y nutrición, menor educación y menor productividad. Adaptar y utilizar al máximo las herramientas sociales disponibles para diagnosticar y atender una emergencia de la dimensión de la actual es un imperativo para que la respuesta entregada a las familias y las comunidades sea apropiada a la magnitud del daño, oportuna y sostenible.
Además de la enorme solidaridad de la sociedad en su conjunto y de la comunidad internacional, así como de la asistencia humanitaria que se ha movilizado, el Perú cuenta con elementos importantes para responder: recursos fiscales, conocimiento e instrumentos y programas sociales sólidos que deben aprovecharse. La respuesta debe ser rápida y considerar aspectos que van desde la preparación de padrones de población damnificada que brinden información sobre la afectación y permitan gestionar la respuesta multisectorial, hasta la adaptación de programas de transferencias o alimentación escolar que podrían ampliar su cobertura o beneficios para llegar a quienes están afectados y, particularmente, a los niños.
Esta emergencia impone el reto de reconstruir infraestructura pero, fundamentalmente, reconstruir la vida de los afectados. Al mismo tiempo, permitirá fortalecer las capacidades del Estado para hacer frente al riesgo de desastres.