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En las últimas décadas, la humanidad ha sido testigo de los impresionantes avances logrados en el campo de la ingeniería genética, lo cual ha permitido crear organismos no existentes antes en la naturaleza, entre ellos rubros agrícolas transgénicos, dotados de características de claro interés productivo y comercial. La aparición en el mercado de semillas transgénicas originó grandes expectativas, a causa de las ventajas que se atribuían a los nuevos cultivos desde el punto de vista del rendimiento, el ahorro de trabajo y otros insumos, y el favorable impacto ambiental. En poco menos de 10 años, la superfi cie mundial sembrada con variedades transgénicas, principalmente soja, maíz, algodón y colza, llegó a 52 millones de hectáreas, concentradas en su mayor parte en Argentina, Canadá y los Estados Unidos; Argentina es, por lo demás, el Segundo productor mundial de soja genéticamente modifi cada. Ello ha dado origen a un nuevo paradigma agrícola, caracterizado por el uso de semillas transgénicas, herbicidas y pesticidas especiales y métodos novedosos de manejo, conocidos como siembra directa o labranza cero. No obstante, la utilización de las nuevas variedades no ha dejado de suscitar controversia, pues diversos círculos han hecho ver las desventajas que ofrecen en dos aspectos fundamentales: en primer lugar, según se sostiene, las variedades transgénicas pueden entrañar graves peligros para la salud humana y animal y el medio ambiente. En Segundo lugar, a diferencia de lo que ocurría con la revolución verde, las nuevas tecnologías están mayoritariamente en manos de unos pocos consorcios transnacionales, los cuales podrían ejercer un control casi total sobre la producción agrícola de todo el mundo, con graves consecuencias para los países en desarrollo y los agricultores más pobres. El temor por las posibles repercusiones negativas de los transgénicos sobre la salud en general ya ha tenido manifestaciones prácticas, pues en Asia y la Unión Europea se han impuesto severas limitaciones a sucultivo y consumo. En los países de América Latina y el Caribe, entre tanto, no se ha alcanzado una posición uniforme al respecto. Como puede advertirse, se trata de un fenómeno de particular importancia para la región, precisamente por los dos motivos antes indicados: el control ejercido por las grandes compañías transnacionales, y los posibles peligros para el medio ambiente. La región está considerada como la de mayor diversidad biológica del planeta, y varios de sus países son centros de origen de muchos de los rubros hoy explotados comercialmente. Además, de esa riqueza proviene buena parte del material genético con que operan las compañías transnacionales. Por otra parte, como se deja ver especialmente en el caso del maíz, nativo de México, sus pueblos autóctonos han actuado desde hace miles de años como curadores de las especies silvestres, de modo que gracias a sus cuidados la humanidad dispone hoy de variedades notablemente mejoradas con respecto a sus antecesores primitivos. Toda una gama de problemas surge de ello: para mencionar sólo los más graves, es imposible desechar la posibilidad de que las variedades transgénicas contaminen especies emparentadas y tengan efectos catastróficos sobre la diversidad genética atesorada en la región. Miles de especies podrían extinguirse para siempre. Segundo, el carácter privado de las nuevas tecnologías y la extensión a todo el mundo del régimen de derechos de propiedad imperante en los países desarrollados, en especial en los Estados Unidos, atentan contra los derechos que deberían corresponder a los pueblos autóctonos como curadores de la diversidad biológica, junto con representar, como se dijo, una amenaza para la autonomía de los agricultores de menores recursos. Por último, no menos grave es el hecho de que las instituciones de investigación de los países en desarrollo estén largamente a la zaga con respecto a las grandes transnacionales en todo lo referente a ingeniería genética. Fácil es advertir que se trata de una esfera del conocimiento de especial importancia para América Latina y el Caribe, dado el atraso en que se encuentran sus institutos de investigación, y dada su riqueza en recursos naturales y diversidad genética. De ese conjunto de problemas se ocupa el presente libro, tomando en consideración el hecho de que el fenómeno, precisamente por su carácter multifacético, sólo puede ser abordado por medio del enfoque simultáneo o complementario de diversas disciplinas. El libro está compuesto de once capítulos. El primero, de Katz y Bárcena, sirve de introducción a los restantes. En dos artículos, de Solbrig y de Nodari, se analizan las potencialidades de los cultivos transgénicos y sus posibles efectos adversos sobre el medio ambiente y la salud humana y animal. En tres capítulos (Ablin; Bisang, y Pengue), se analiza desde el punto de vista del comercio internacional, así como desde la óptica de sus consecuencias económicas y ambientales, la formidable expansión experimentada por los cultivos transgénicos en Argentina. En el capítulo escrito por Nadal se estudian las posibles repercusiones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) sobre la diversidad genética del maíz mexicano, fuente de todas las variedades comerciales conocidas. En otro capítulo, Schaper y Morales analizan los impactos económicos, sociales y ambientales de los transgénicos en la región. Dos artículos, uno de Abarza, Cabrera y Katz, y uno de Morales, tratan sobre los regímenes de propiedad intelectual relativos a los productos transgénicos. Por último, el libro se cierra con un artículo de Bárcena y Katz, en que se intenta avanzar hacia una defi nición del programa que deberían adoptar conjuntamente los sectores público y privado de la región sobre la materia.