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Como se sabe, la crisis de la deuda dio lugar a profundos cambios en la estrategia de desarrollo de los países de América Latina y el Caribe. A medida que fue quedando en evidencia que se trataba de un cambio permanente en el entorno macroeconómico, y no tan sólo de un evento transitorio, las medidas iniciales desembocaron rápidamente en programas de ajuste estructural compatibles con el nuevo escenario. A su vez, la crisis de los años ochenta dio contenido real a una discusión subyacente acerca del patrón de intervención del Estado como actor del proceso de desarrollo. En consecuencia, la reorientación del desarrollo regional ha girado en torno a la revisión del papel asignado al Estado y a sus modalidades de intervención.
De esta manera, a partir de los años ochenta, las economías de la región iniciaron, con diferentes grados de intensidad, un amplio programa de reformas estructurales, entre las que destacan la liberalización comercial y la integración económica, la apertura a la inversión extranjera, la liberalización de precios, la desregulación de los mercados financieros, la flexibilización en el mercado de trabajo, la privatización, desincorporación y capitalización de empresas públicas, el cambio del modelo de financiamiento de la previsión social, y la descentralización fiscal, especialmente de la prestación de servicios sociales en educación y salud, entre otras.
La orientación de las reformas estructurales y el nuevo papel asignado al Estado indujeron un cambio permanente de régimen fiscal. Así por ejemplo, los procesos de privatización y modernización han significado en muchos países ingresos extraordinarios en el corto plazo y reducciones permanentes del gasto y el empleo públicos, al tiempo que han incrementado las demandas por un adecuado sistema de regulación de los servicios privatizados. La descentralización significó alterar la distribución de recursos y competencias entre diversos niveles de gobierno y, con ello, los esquemas de transferencias intergubernamentales. De igual modo, la liberalización comercial, exigió modificar las estructuras tributarias en la dirección de aumentar la importancia relativa de las bases imponibles internas (principalmente sobre el consumo, en la forma del impuesto al valor agregado);. Adicionalmente, la desregulación del sistema financiero, orientada a promover el desarrollo del mercado de capitales doméstico facilitó, en varios casos y con grados diversos, el cambio del modelo de financiamiento de la previsión social, desde sistemas de reparto hacia sistemas de capitalización, permitiendo de paso una ampliación del financiamiento interno al gobierno, las empresas y las familias.
El ímpetu y las nuevas características de la tercera fase de globalización, así como el notable incremento de los acuerdos comerciales a nivel subregional y con otros países y regiones del mundo imponen desafíos que se agregan a los anteriores. En efecto, el proceso de globalización acentúa la integración e interdependencia de mercados, imponiendo un significativo efecto disciplinador en la macroeconomía y en las finanzas públicas, ante la elevada movilidad del capital financiero de corto plazo. A su vez, el fuerte crecimiento de los acuerdos de integración subregionales y de complementación comercial con otros países y regiones imponen restricciones en el ámbito arancelario, obligando a un gradual ajuste a la menor recaudación aduanera, como bien ilustra la reciente discusión en Chile.
En su conjunto, estos desarrollos contribuyen a reducir el grado de autonomía con que las autoridades nacionales pueden tomar y ejecutar decisiones de política económica y fiscal, en particular. Más aún, en tanto los sucesos posteriores a la crisis financiera asiática de 1997 han puesto de relieve el efecto disciplinador de los mercados, las autoridades económicas nacionales han debido prestar creciente atención a las señales de estabilidad y consistencia que transmite la combinación de políticas fiscal, cambiaria, monetaria y de manejo de la deuda pública.
Hoy puede afirmarse sin reservas que las finanzas públicas de la región experimentaron progresos significativos en los dos últimos decenios. De hecho, la magnitud del ajuste fiscal llevado a cabo en la región y la brevedad del lapso en que ello se ha conseguido representa un evento sobresaliente, inédito en varias décadas. Para varios países, las finanzas públicas ya no constituyen causa de desequilibrio y, más aún, contribuyen a fortalecer la estabilidad macroeconómica. Adicionalmente, se registran avances en los arreglos institucionales de la gestión fiscal. Ello ha facilitado los ajustes a las exigencias de la globalización, con manejos del déficit y de la deuda pública más compatibles con los patrones internacionales de disciplina presupuestaria.
Con todo, no puede decirse que los problemas fiscales de la región se hayan resuelto; para la mayoría de los países, las turbulencias externas que se iniciaron a fines de 1997 han deteriorado notablemente las finanzas públicas. Múltiples problemas estructurales y crisis coyunturales que todavía subsisten dan una impresión generalizada de vulnerabilidad. Los equilibrios macroeconómicos y, en particular, el control de las finanzas públicas están todavía jaqueados; los logros del pasado inmediato necesitan ser consolidados. A ellos se agregan las crisis bancarias que, en ausencia de regulación prudencial adecuada, tienden a hacerse más frecuentes con la mayor volatilidad de los capitales, y cuyos costos pueden superar ampliamente los de crisis fiscales tradicionales.
Más aún, resulta claro que, por las urgencias de las crisis, el grueso de la atención fue puesto en el alcance y mantenimiento del equilibrio financiero, dejando en un segundo plano la atención a otros posibles objetivos de la política fiscal, aún si tales objetivos concitaran fuertes consensos. Así, por ejemplo, los propósitos de equidad tendieron a ser dejados de lado a partir de los años ochenta, tanto en el diseño de la estructura tributaria como en la del gasto público, aunque en este último caso se registran avances importantes durante la década de 1990. Por su parte, los esfuerzos por mejorar la transparencia de las cuentas públicas, por estructurar una nueva gestión gubernamental orientada a resultados y por mejorar la discusión democrática del presupuesto, aunque valiosos, son todavía insuficientes.
El propósito de este documento es explorar el rumbo que han tomado las políticas presupuestarias en este nuevo ambiente. En la primera parte se examina la situación de las finanzas públicas, y se insiste en la trascendencia que ha tenido el entorno macroeconómico, tanto por la volatilidad de los flujos de capital y del propio crecimiento económico como por el altísimo costo de refinanciamiento que ha tenido la deuda pública en los últimos años, generando así una bola de nieve en que una proporción creciente de los ingresos públicos es destinada al pago de intereses.
En la segunda parte se resaltan las experiencias donde se han aplicado políticas contra-cíclicas, las que han permitido recuperar el instrumento fiscal en la tarea de suavizar las fluctuaciones macroeconómicas. Estos intentos están marcados por los esfuerzos en transformar el presupuesto en un instrumento plurianual de planificación del gasto público, en fijar metas estructurales de saldo y de deuda, y en desarrollar sistemas contables de base devengado que permitan a los gerentes públicos administrar con un horizonte de mediano plazo. Se presenta además un amplio panorama de las innovaciones presupuestarias que han marcado la década de 1990, desde los sistemas integrados de administración financiera hasta los esfuerzos por desarrollar una gestión pública por resultados.
Estas observaciones sirven de base a la tesis avanzada por la CEPAL (1998a);: la robustez o fragilidad de las finanzas públicas refleja la fortaleza o debilidad del pacto fiscal que legitima el papel del Estado y el campo de responsabilidades gubernamentales en la esfera económica y social. En efecto, la ausencia de un patrón generalmente aceptado de lo que deben ser sus objetivos erosiona cualquier grado de consenso sobre la cuantía de los recursos que debe manejar el Estado, de dónde deben surgir los mismos y cuáles deben ser las reglas para su asignación y utilización. Por el contrario, un acuerdo político explícito o implícito de los distintos sectores sociales sobre qué debe hacer el Estado, ayuda a legitimar el nivel, composición y tendencia del gasto público y de la carga tributaria necesaria para su financiamiento.